Recuerdo cuando la embarcación más temida, sin duda, era La Gorgona. Al timón, el capitán Flores, un hombre temido y respetado, a la vez que deseado por cualquiera que posara los ojos en él. Siempre se mostraba serio, aunque su voz era gentil, sus ojos eran como el mar en calma, profundos y serenos, su andar grácil y sus manos alargadas.
En el puerto se oían sus hazañas, todos sabían que era un ladrón y que mataba por los más finos tesoros, sin embargo esas voces aseguraban que era todo un caballero, que las puntas de sus dedos eran como la brisa fresca en un dia de calor, que convertía a cualquiera en una deidad por un momento para luego bajarle a la tierra lentamente.
La primera vez que lo ví fue en el mercado Cádiz, yo ayudaba a Paca la tuerta en el puesto de fruta y, a su llegada, el silencio inundó la plaza. Por primera vez el murmullo del mar se oía allí. Sabían que tenía dinero para gastar, y quien no se quedaba embelesado con su fachada, miraba salivando el rubí que colgaba de su cuello. Todos esperaban a que el capitán comprara en su puesto, pero nadie articulaba palabra. Paca, que ya estaba medio sorda y apenas veía más allá de los vibrantes colores que tenía siempre su fruta, le miró y con todo su arte le dijo:
- ¡Ven acá pa’ acá niño! que te vi’a dá’ unas manzanas de colorás como lo que te cuelga del pescuezo.
Todos miraban a Paca, yo no pude contener la risa; en la cara del capitán, que parecía más joven de lo que se decía, apareció una amplia sonrisa, mostrando dos dientes de oro. Se acercó al puesto, y, esquivando el olor a pescado del puesto de al lado, un perfume a azahar me acarició la cara.
- Tiene usted una gracia que no puede con ella señora- dijo con una voz más aguda de lo que me esperaba- deme tres kilos de esas manzanas de las que habla por favor.
Y mientras Paca metía las manzanas en un saco, sus ojos, por primera vez, se posaron en los mios. Su mirada no me revolvió el estómago, como la del resto de hombres, no me hizo sentir un trozo de carne; me sonrió, no con picardía sino con respeto y me dió los buenos días acompañado de un pequeño gesto con la cabeza.
Ahora, después de todo lo que hemos pasado, estoy sosteniendo su mano cansada, en este boquete, esperando que se recupere de tres meses de tortura y abusos en un barco que perdió el repeto cuando alguien reveló lo que había debajo de sus elegantes vestiduras. En el mar todos pensaban que aquel asqueroso capitán de barco había matado a Flores, que ya no era un despiadado pirata, era una bruja que merecía la hoguera. Ninguna de sus hazañas le devolverían el prestigio, y lo que me repetía, aparte de que me quería, era: “No dejes que usen mi cabeza como arma” .