El rumor del mar se mezclaba con las suaves risas de mi hija. Las olas de blanca espuma jugueteaban en los pies a nuestro alrededor, al compás de nuestros saltos, así como las olas de pensamientos brotaban por mi mente. Notaba el tacto caliente de su mano, agarrada a la mía como si quisiera aferrarse al momento, para nunca soltarse. Miré mis pies, que sin previo aviso se despegaban del suelo al ritmo de los de mi hija, dejando una huella que la corriente se llevaría en los próximos segundos. El sonido del mar se repetía, reverberando en mis oídos, y me hacía sentir libre.
Escuché la voz de mi hija llamándome entre risas, mientras señalaba una gran ola que se acercaba y con una mirada cómplice, echamos a correr hacia la arena, intentando que el agua no rozase nuestra piel. La ola regresó al mar, para formar una perfecta sintonía que cerraba el ciclo, el cual se volvía a abrir una y otra vez. Todavía agarradas de la mano, regresamos entre risas para saltar otra ola que había venido al acecho.
Una sonrisa afloraba por mi rostro al recordar este pasatiempo al que yo también jugaba con mi madre de niña. Saltar las olas para que no te rocen, una y otra vez hasta cansarnos. El sol penetraba por cada lugar de mi piel, produciendo un cosquilleo y calor incesante que contrastaba con el frescor del mar y del aire. Miré a mi hija a los ojos, iguales que los míos, y que los de su abuela. Ella era mi viva imagen, al igual que yo lo era de mi madre, y por un momento pude alejarme de la realidad y recordar treinta años atrás, cuando mi madre era la que sujetaba mi cálida mano, y acompañaba mi risa como notas de un perfecto ritmo musical.
Recordé a mi madre, con su mirar inquieto que vagaba por las orillas del mar y su pelo lacio. Le encantaba leer y escribir, así como pasear o meditar. Me dejó muy pronto, aunque la conservo en la memoria con la urgencia de quien nunca dejó de ser niña; con la indefinición de lo que se mueve entre lo verdadero y lo ficticio. Ella admiraba profundamente el mar y me comentaba que se parecía mucho a la vida, por lo que ambas poseen de prodigios o maravillas inestables.
Me reí al recordar las canciones que le encantaba inventarse para mí de pequeña, y que a día de hoy yo le canto a mi hija. Noté cómo una lágrima corría por mi mejilla al rememorar el pasado, y caía hacia el agua, que formó una minúscula onda. Y en el reflejo del mar, pude ver por una milésima de segundo los ojos de mi madre, que observaban la imagen con añoranza, pero también con alegría.