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Acero lacerante (relato ganador)

por Javier Romo Carrasco

Breve historia de la descomposición de una plaza pública
 

Un grupo de tecnócratas decide erigir un monumento en recuerdo de un ex dictador (pero solo al bigote). Para cruzar la plaza mayor, ahora es necesario rodear un armazón cúbico de proporciones bíblicas, forjado en acero espeso. Los paseos se alargan y en general la gente está confundida. Todo el mundo teoriza sobre la naturaleza de la pieza conmemorativa; Unos dicen no entender el arte moderno y otros apelan al despilfarro de los fondos públicos. Los niños lo escalan, con espíritu conquistador genuino. Los animales domésticos depositan sus necesidades a los pies del quiste metálico y cada aspirante a adulto se toma la libertad de dejar su firma sobre la estructura de granito que soporta el bigote descomunal de acero colado. Ya nadie puede cruzar trasversalmente el foro adoquinado y aumenta el número de pasos que debe efectuar el transeúnte promedio para cruzar la plaza. Por culpa del monstruoso volumen de la pieza central, los comercios, equidistantes, ya no se guardan el contacto visual. Los seres han perdido su cualidad de clientes, y ninguno de los presentes divisa los economatos del ala opuesta. Y se desarrolla la necesidad colectiva de guardar delantales, y dejar de fiar, pues hay un bigote de acero de ochenta y ocho kilogramos cúbicos que hace las veces de biombo descomunal. Con las nuevas distancias, recién inauguradas, el ejercicio más prolífico en las calles densas ha pasado a ser el de olvidar a simple vista; se han potenciado la virtud de no detenerse. Ahora los no-clientes pasan de nuevo a ser paseadores inmotivados y quedan liberados del tentador bucle comercial al que estaban expuestos. Por esta misma razón, la plaza acaba por devaluarse, merma su valor bursátil y torna menos cosmopolita con el cierre de ambigús, estancos y ultramarinos. El flujo de seres antropomorfos y sus mascotas de suelo disminuye. Hay carencia de albañiles, farmacéuticos, jubilados no-seniles y no-jubilados seniles. En definitiva, a nadie le gusta pasar por la plaza; nadie se preocupa por mantener sus jardines, las viviendas se vandalizan y los juguetes se acumulan sobre el mostacho, que empieza a mostrar signos de corrosión y óxido con el debido tiempo. La zona pública, recientemente acordonada por un hilo amarillo desagradable, espera la llegada de algún subordinado que, con la mejor de sus intenciones, someta al bigote monumental a depilación por soplete.

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