Mi madre se levanta todos los días a las seis de la mañana. Lleva trabajando desde los catorce años. Cuando se levanta, no hace nada de ruido. Baja a la cocina, pone agua a hervir y se prepara un descafeinado con galletas. Pone la radio muy bajita y cierra la puerta para no despertar a nadie.
Mi madre siempre está recogiendo la casa. Siempre está ordenando, limpiando, de arriba para abajo, de abajo para arriba. Todo perfecto, todo en su lugar. Ella le da mucho valor al orden, a vivir en un espacio limpio, seguro, con todo donde debe estar.
Además, ella teje. Hace mantas, jerséis, bufandas, manteles, bolsos, gorros, guantes. También cocina. Hace cualquier tipo de postre que puedas imaginar, pero sobre todo bizcochos. De limón, de naranja, de chocolate, de almendras. De cualquier cosa.
Mi madre antes leía mucho, ahora no tanto porque cada vez tiene menos tiempo, dice. Y porque no la dejan, digo yo. Las cosas que tiene que hacer constantemente no la dejan tener tiempo de leer. No es su culpa.
Es de las personas que hacen su cama todos los días. También prepara la comida, riega las macetas, recoge los platos, trabaja y asiste a reuniones, hace la compra, habla con su hermana, sale a andar, se ducha, se peina, se seca el pelo. Su pelo blanco. Es un blanco grisáceo, casi azulado. Parece que cada día que pasa es menos blanco.
Mi madre se sabe canciones de cantautores y poemas de Machado, Lorca y Alberti de memoria; y cuenta historias de las que necesitas escuchar. Pero ella nunca recuerda el nombre de los cantantes, ni de los actores. Eso no le interesa.
Hoy ha llegado de trabajar a las dos y veinte, como todos los días. He escuchado la puerta y me he levantado corriendo de la silla de mi escritorio, he bajado las escaleras y he esperado a que entre.
–Hola mamá –le he dicho.
–Hola hija.
–¿Qué hay hoy para comer? Tengo mucha hambre.
Lleva colgada del hombro una bolsa de tela de la que rebosan hojas color verde bosque.
–¿Qué es eso? –he preguntado sin dejarle tiempo para que conteste a lo anterior.
–Espinacas.
–¿Y por qué traes tantas espinacas?
–Se las he comprado a Pepi. Dice que el marido de su amiga ha sacado muchas esta última semana y que están ya cansados de comer espinacas.
–Entonces, ¿ahora nosotras vamos a comer espinacas toda la semana? –pregunto indignada.
–Claro. Espinacas para desayunar, para comer y para cenar. Batidos, croquetas, tortilla, lasaña, puré. Vas a tener variedad, para que no te quejes.
–Y de postre, también –añado, poniendo los ojos en blanco.
–De postre también, se me había olvidado.
Nos reímos.
–Mira que la última vez que compré me prometí que nunca más iba a hacerlo, que se tarda mucho en limpiarlas –dice.
–Es verdad, me acuerdo.
–Pero no he podido decir que no, ¡están tan ricas!
Mira las espinacas con resignación, asintiendo lentamente. Yo la miro a ella.