En mi calle había un árbol
y cada año ardía
siempre en primavera,
también había risas
y casas con las puertas abiertas,
en mi casa había cada año
olor a flores y al azufre
de aquellas bocas mineras.
Un día los caballos,
esos estúpidos señores,
patillas largas y dueños del canto de los gallos,
con sus botas siempre limpias
y sus camisas azules, queriendo tomar
el sol eterno en la sangre
de las venas de los nadie.
Nos quitaron,
el agua de las manos,
el fuego de las gargantas
y las ilusiones de los labios.
Nos quitaron,
las calles y los cielos,
nuestro pan y nuestros pueblos
y nos dejaron
tan desnudos, tan desnudos,
tan miserablemente desnudos
que no nos quedó ni la piel,
y ahora tan solo nos queda ser una pieza,
un engranaje, de esta cadena
de fangos y de sangre,
que sigue siendo arrastrada
por esos mismos caballos del hambre.
En mi calle había un árbol
y cada año ardía
siempre en primavera.
Hoy en mi calle hay un árbol
y aunque está tan solo hecho de tinta,
sigue ardiendo
cada primavera.
Allí, donde esperaré siempre
la unión de nuestra clase
y el fin de todas las cadenas.